3. La situación de la Iglesia local




Como historiador circunstancial y escritor de vocación, tratándose de un trabajo con intenciones históricas, no doy como aceptable nada que no sea mínimamente probado. Por esta razón mi primera aproximación a la Iglesia en Sigüenza, en épocas previas a la ocupación, se fundamentaba en la creencia de algunos sacerdotes de merecido respeto intelectual, con quienes he conversado ampliamente comentando este trabajo, que opinaban que «la Iglesia en Sigüenza apenas tenía poder». Después de revisar las actas del Obispado y el último tomo de la Historia de los Obispos de Sigüenza, de Aurelio de Federico, cuyo edición curiosamente no se encuentra en la Biblioteca local, ni existe posibilidad alguna de adquirirlo, no me queda más remedio que cambiar de opinión.

Cierto que la Iglesia no tenía poder, pero eso era precisamente la causa de su enconamiento contra la República. La retirada de muchas ayudas estatales, el intento de hacer efectiva la separación de la Iglesia y del Estado, promoviendo la educación pública en detrimento de la religiosa, la regulación de muchos servicios públicos y sociales que eran exclusividad de la Iglesia, como la gestión de cementerios, bodas, bautizos; la legalización del divorcio y la regulación del aborto, etc., y una nueva y más severa fiscalización por parte de la República, dejó a ésta ante la perspectiva de perder gran influencia sobre sus feligreses con la consiguiente pérdida de ingresos para su financiación.

El obispo Nieto estaba profundamente preocupado por la probable bancarrota de la diócesis seguntina y muchas de sus cartas pastorales y acciones concretas están encaminadas a concienciar a los feligreses de que debían ser más generosos y contribuir al sustento del clero local. Hay que tener en cuenta que era enorme el gasto del Cabildo, además de las numerosas órdenes religiosas, el Seminario y los colegios religiosos. ¿Cómo hacer frente a todos los gastos? En mayo de 1936, y tras la victoria del Frente Popular, lanza una campaña, denominada «Cruzada Pro Ecclesia y Seminario», para concienciar a los feligreses de sus responsabilidades financieras con su Iglesia. En su misiva a los promotores y ejecutores advierte: «Mirad esta cruzada como cosa vuestra, pero miradla no bajo el prisma del interés, porque pudiera parecer a algunos que lo hacemos impulsados por el egoísmo». La advertencia deja claro que el trasfondo es económico.

La gran paradoja a la que se enfrenta la Iglesia durante esta época es que los numerosos feligreses que supuestamente tendrán que sustentarla son, en su mayoría, pobres de solemnidad. Su defensa de los estamentos tradicionales que justifican la existencia de las clases sociales, es decir la inevitable condición social de pobres y ricos, se vuelve dramáticamente contra quienes los defienden: es imposible que las clases populares sostengan la Diócesis y los ricos tampoco están dispuestos a correr ellos sólos con todo el gasto. ¿Qué hacer? Parece sencillo deducir que la mejor opción era apoyar cualquier movimiento social que defendiera el retorno de los valores tradicionales, aquellos que aseguraban su supervivencia en condiciones al menos aceptables. Y esta postura se sustancia en la creación de organizaciones seglares de apoyo a la Iglesia, como por ejemplo la «Acción Católica», próxima a los grupos falangistas.

En cuanto a su beligerancia política, también tenía la esperanza de no encontrar prueba alguna que contradijera la opinión que me había formado de que «carecía de poder»

Puede que fuera a través de la interacción de la Iglesia y su organización seglar «Acción Católica» por lo que a la defensa de la fe, que es sin duda la labor primordial de toda Iglesia, se le añadió la peligrosa idea de que ésta también defendía, casi en exclusividad, la «Patria». ¿Cómo no iba a causar indignación entre los republicanos, que también se sentían patriotas, que la Iglesia se apropiara en exclusiva de este valor esencial? Este párrafo escrito acerca de la biografía del obispo Nieto creo que deja claro el intento de apropiación de la Patria por la religión católica de su tiempo: «Y llegados a este momento, no aparecen ya hechos salientes en nuestro biografiado hasta los primeros días de la Guerra Civil española en que segaron su vida los enemigos de la Religión y de la Patria».

El talante «político» de la iglesia a favor de las fuerzas más tradicionalistas, si quieren podemos llamarla la extrema derecha, no puede ocultarse. Personalmente sentí una gran tristeza cuando indagando en los escritos biográficos del obispo Nieto leí estos lamentables párrafos:

«Situación política de Sigüenza poco antes del Movimiento Nacional y en los primeros días del mismo:

»Sigüenza, fundamentalmente católica en su gran mayoría, como lógico efecto del vivir multisecular bajo la sombra benéfica de los obispos, padecía ahora, al igual que tantos otros lugares en España, un fenómeno revolucionario sostenido y fomentado especialmente por la denominada Casa del Pueblo».

Que yo sepa, y los testigos de su tiempo pueden confirmarlo, en la Casa del Pueblo de Sigüenza no existía ningún complot revolucionario. Cierto que se discutían y valoraban los resultados de la revolución de Octubre en Rusia y que se consideraba la posibilidad de que algo así pudiera suceder en nuestro país, pero fundamentalmente era la sede de un partido democrático, abierto y tolerante, cuya función social fundamental era la implementación de las nuevas legislaciones laborales en defensa de los trabajadores y contra los abusos frecuentes de los patronos locales, además de la difusión de la cultura popular.

Este lamentable párrafo, que prueba la beligerancia política inequívoca de la Iglesia local de aquel tiempo, sigue así:

«Mas, por otra parte, en esta ciudad había plantado también su bandera la nueva fuerza política de Falange Española, a quien la muerte de Calvo Sotelo hizo vibrar intensamente, como a todos los buenos patriotas, cuya indignación subía de punto al contemplar que un hecho tan execrable era aplaudido e incluso celebrado con especiales actos por algunos sectores de la República».

Ningún sector oficial de la República celebró el asesinato, como no fuera algún cuerpo aislado de la nueva Guardia de Asalto. Era evidente que la Iglesia local confundía la República con «marxismo» y con «revolución», cuando las clases medias republicanas podían perfectamente ser consideradas como de centro-derecha, como el propio alcalde de Sigüenza, Francisco Lafuente. Es decir, confundía la República con las fuerzas sindicales de izquierdas revolucionarias, que también luchaban por derrocar la misma República, y consideraba a los partidos de extrema derecha como los únicos defensores de la Patria. Nuevo golpe bajo a los republicanos de clase media y de centro-izquierda o centro-derecha que se consideraban así mismo también buenos patriotas.

Pero el párrafo sigue así:

«Ávidos, pues, los falangistas seguntinos de tomar represalias ante aquel nefando crimen, decidieron eliminar, con la violencia de las pistolas, al presidente de la susodicha Casa del Pueblo –a la sazón el cartero Francisco Gonzalo, alias el «Carterillo»–, y así lo hicieron efectivamente...»

Para cualquier escritor, habituado al uso enfático de los términos peyorativos para «esconder las verdaderas intenciones», tanta retórica y el uso del eufemismo «eliminar» por «asesinar» demuestra que la conciencia de su redactor no estaba sin duda muy tranquila. De cualquier forma resulta intolerable que la Iglesia local seguntina justificara el asesinato como forma de solucionar los conflictos sociales. Pero la prueba más evidente de la beligerancia activa en política de la Iglesia seguntina de aquel tiempo es la descripción del lamentable remate de este suceso:

«Tal suceso sembró profunda inquietud en la población, incrementada por el sepelio de la víctima, que no tuvo carácter religioso alguno y constituyó una manifestación de ideología izquierdista».

¿Cómo era posible que aquella manifestación multitudinaria fuera izquierdista en una población «mayoritariamente católica»? Sinceramente, creo que la Iglesia seguntina debería pedir disculpas por estos comentarios tan poco adecuados a las virtudes cristianas de «perdón», «misericordia» y «reconciliación» de un importante y destacado miembro de su comunidad, y ahora comprendo por qué este cuarto volumen de la «Historia de los Obispos» prácticamente no ha circulado en nuestra localidad, incluso no se puede consultar en nuestra Biblioteca pública. Se trata de un libro más propagandístico que con rigor histórico, como la mayoría de los que se publicarían sobre este mismo tema. Por desgracia durante la época franquista apenas se escribieron libros de historia, la mayoría eran panfletos de propaganda aprobados por la severa censura del Movimiento. Diez años después de su publicación en la Imprenta Box, se produjo la Transición, por tanto era una lectura que ponía en un serio aprieto a la Iglesia local.

Por si mis apreciaciones pudieran parecer tendenciosas, puedo aportar un nuevo argumento en favor de esta opinión que me parece francamente intolerable. En una reciente gira por monasterios e iglesias rurales de Aragón, y Castilla y León he podido comprobar con enorme tristeza que en la mayoría de la iglesias permanece todavía la correspondiente placa de homenaje a José Antonio Primo de Rivera, abogado fascista y que hoy no pude considerarse de ninguna manera por la comunidad democrática como un personaje digno de homenajes públicos, excepción hecha de sus propios seguidores, junto con los nombres de las víctimas de uno de los bandos. Se dan, además, incomprensibles casos como el de algunas iglesias que habían retirado la placa para renovar la fachada y la vuelven a colocar una vez finalizada. En el Monasterio de la Vid, de los padres Agustinos, hay una gran cruz de los caídos en un lugar destacado de la entrada, con una inscripción cuidada que glorifica a los sacerdotes «asesinados durante la Guerra Civil».

¿Es que no comprende la Iglesia que las guerras civiles, a diferencia de las de invasión, como las napoleónicas, se dirimen entre personas de un mismo pueblo y a veces de una misma familia? ¿Es que no sería más «cristiano» hacer desaparecer de una vez por todas esas placas y cruces o cambiar al menos la redacción de sus textos para no ofender la sensibilidad de los hijos o nietos de los republicanos, que también fueron represaliados y cuyos restos descansan en fosas comunes de lugares desconocidos? Pero, ¿por qué la Iglesia católica española actúa con tanto y tan reiterado rencor? ¿Es necesario recordar lo que describieron periodistas portugueses y franceses sobre los fusilamientos en masa del general Yagüe, que sólo en la plaza de toros de Badajoz fusiló en minutos a más de dos mil milicianos y civiles, aun cuando fuentes de periodistas independientes, como el norteamericano Gabriel Jackson, lo cifran en cuatro mil?

Por último, la Iglesia seguntina tarde o temprano tendrá que dar explicaciones a la población de por qué el equipo de trabajadores, aparejadores y arquitectos que reconstruyeron la Catedral y el Seminario eran, en realidad, perteneciente a un organismo oficial creado por Franco para la recuperación de regiones devastadas. De acuerdo al informe presentado por este mismo organismo, la Dirección General de Regiones Devastadas, dependiente del Ministerio de la Gobernación y publicado en 1946, «Sigüenza fue zona de combate durante la guerra; sin embargo, ya en agosto de 1937 se inician las primeras obras de restauración de su Catedral (quiere decir el proceso de desescombro con la ayuda de presos de guerra). Pero la magnitud de esta empresa requiere la ayuda decidida y la tutela vigilante del Estado, que nuestro Caudillo otorga generosamente, disponiendo que la Dirección General de Regiones Devastadas se encargue de la ejecución de las obras, que comenzaron el 3 de febrero de 1941». La función de esta Dirección General era la reconstrucción de viviendas civiles en aquellas ciudades cuya destrucción fuera considerada como «devastadora», caso perfectamente aplicable a Sigüenza. Muchos seguntinos de esta época, incluidos mis propios abuelos, esperaban recibir ayudas del nuevo Estado para la reconstrucción de sus viviendas, pero tanto los fondos, como la mano de obra y los técnicos, fueron a parar íntegramente a la reconstrucción de la Catedral y del Seminario, que no forman parte del patrimonio local, sino que son propiedad de la Iglesia. Es decir, los fondos fueron a parar a la Iglesia y muchos seguntinos tuvieron que abandonar la ciudad ante la imposibilidad de reconstruir sus viviendas. De hecho la situación actual de ruina de las Travesañas, a pesar de que muchos optaron por reconstruir sus viviendas con sus propio medios, una vez más como el caso de mis abuelos, tiene su origen en esta poco solidaria actuación.







La actitud de la Iglesia local actual frente a la Guerra Civil.




Sorprende que el libro que sirve de referencia para la reivindicación del supuesto martirio de los sacerdotes ejecutados durante la Guerra Civil por los milicianos que ocuparon Sigüenza, e incluso para establecer los hechos en torno a la muerte del obispo Nieto, sea sobre todo el de Enrique Sánchez Rueda, un veraneante, declarado fascista defensor de Hitler y de Mussolini, católico fanático, que como se puede comprobar a lo largo de la lectura de su libro, citado profusamente en este trabajo, comete de forma intencionada y propagandística infinidad de errores, así como grandes y graves omisiones de todo tipo.

Este autor, que desprecia a la población de Sigüenza tanto como a los mismos «rojos», al sugerir que sean exiliados o fusilados sin piedad prácticamente la mitad de ellos, no puede ser un referente objetivo para establecer las circunstancias de la muerte de los sacerdotes.

Su relato está emocionalmente motivado por la desgraciada muerte de su hijo, a quién los milicianos de la CNT-FAI, alojados en el convento de las Ursulinas, frente a su casa de San Roque, acusaron de haber aprovechado momentos de confusión para disparar contra ellos. Sin duda que su muerte motivaría la redacción de su libro y su despiadada y cruel acusación a toda la población seguntina, a quien culpa de no haberse portado con lealtad con las religiosas desalojadas de los conventos, y a las notables familias de católicos seguntinos que no quisieron ofrecer un refugio para proteger al mismo obispo Nieto. Así mismo, llega a acusar a la Gestora Municipal del mismo comportamiento, cuando ésta impidió precisamente la ejecución de muchos de ellos. Por tanto, queda probado que su libro no se puede valorar como «histórico», sino como mero panfleto propagandístico y, además, se trata de una intolerable, delirante y hasta histérica exaltación del fascismo.

A pesar de todo, sus relatos son utilizados, con más o menos matices, para el esclarecimiento de las circunstancias de las muertes de los sacerdotes durante los tres primeros meses de la guerra civil en Sigüenza, especialmente la del obispo Nieto, sin que sus historiadores locales hayan hecho grandes esfuerzos por contrastar estas circunstancias con otras fuentes más fiables.

No nos cabe la menor duda de que todas esas muertes fueron dolorosas, pero no más que las de los civiles, muy superiores en número, y que también fueron acusados por algunos de los sacerdotes supervivientes.

Si la Iglesia local quiere contribuir a la superación de la Guerra Civil en Sigüenza tiene que investigar con más objetividad, no sólo los casos en que sus miembros fueron ejecutados, sino los de sus feligreses, que a fin de cuentas son los que justifican la propia acción y existencia de la Iglesia.

Todos los españoles hemos sido bautizados (a pesar de que muchos nos hubiéramos opuesto a ello de haber podido hacerlo), por tanto se supone que todos en algún momento de nuestras vidas profesamos la religión católica y fuimos parte de su comunidad de fieles. Si al inicio de este nuevo siglo las iglesias no están muy concurridas, tal vez sea porque la Iglesia católica no se ha renovado lo suficiente como para contemporizar con sus ex feligreses. Uno de estos desfases es su escaso rigor a la hora de establecer sus propios hitos históricos, sobre todos los relacionados con la Guerra Civil española.

Si la Iglesia quiere ganar credibilidad entre los que no estamos dispuestos a creer todo aquello que se nos dice, debe esforzarse en ser más objetiva y presentar sus alegatos con más rigor histórico. La Iglesia está en su derecho de canonizar a quién desee de acuerdo a sus propias valoraciones, pero no tiene derecho a deformar la memoria histórica de una localidad sólo para que ésta se acomode a sus propios deseos.