2 El transfondo del Sigüenza




Tras las elecciones generales de marzo de 1936, a pesar de que en Sigüenza vencieron los monárquicos romanonistas, y ante la negativa de estos de jurar fidelidad a la República, es nombrado alcalde Francisco Lafuente, del partido Izquierda Republicana, encabezando una Gestora Municipal, junto con otros concejales leales, que no será disuelta hasta la caída de Sigüenza.

Al estallar la sublevación, la población de Sigüenza no reaccionó, y al no haber personal militar o de seguridad en la ciudad, nadie se atrevió a tomar la iniciativa en ningún sentido, ni a favor de ningún bando. Los grupos que podrían haber tomado la iniciativa en los dos o tres primeros días del conflicto, tanto socialistas y comunistas afiliados a la Casa del Pueblo, como falangistas adscritos a Acción Popular y a Acción Católica, carecían de armamento y probablemente de decisión. Testigos presenciales del bando sublevado aseguran que los camiones de intendencia del Tercio Requeté que tomó Sigüenza, que transportaban alimentos a las tropas desde Navarra, regresaron en una ocasión cargados con armas, escopetas de caza, que había almacenadas en la Casa del Pueblo. Cabe la posibilidad de que los militantes socialistas seguntinos, en previsión de una sublevación, almacenaran estas armas, pero nunca llegaron a utilizarlas.




El análisis que hemos hecho para España es también válido para Sigüenza, a excepción de la participación de los «internacionalistas». Pero sin duda la causa de la formación de facciones tuvo mucho que ver con la muerte violenta de Francisco Gonzalo, el «Carterillo», persona querida y respetada, y la vileza de algunos seguntinos (menos de media docena) que provocaron una innecesaria represión posterior, ya que en mi opinión en Sigüenza no había motivo para enfrentamientos enconados de clase, al menos que justificaran depuraciones con ejecuciones sumarias.

No cabía ninguna posibilidad de que la población, tanto la urbana, como la campesina de las pedanías, aceptara el mensaje revolucionario, porque no había ni grandes terratenientes, ni grandes industriales, ni siquiera el clero, a excepción de Hilario Yaben, (próximo al pensamiento nazi y que no fue represaliado) era claramente beligerante. Los sectores productivos seguntinos se concentraban en el comercio al mayor y al detalle con un reducido número de empleados, pequeñas industrias o talleres artesanales con uno o dos operarios o aprendices y servicios administrativos de tendencia republicana y liberal. Los campesinos, por su parte, eran pequeños propietarios apolíticos, pero cercanos a las tesis conservadoras de la monarquía, más por tradición y costumbre secular que por otra cosa, o aquella que apoyara el clero local, salvo aquellos que llegaron a formar parte de los sindicatos o asociaciones agrarias de tendencia socialista. Lo que prueba esta situación fue que ni siquiera las fábricas de alfombras o la de elásticos de Lapastora fueron colectivizadas. Tan sólo lo hicieron, y no está totalmente probado, los empleados de la entonces fábrica de papel moneda, una de las primeras en España, y más tarde de estraza, de Los Heros, situada entre La Cabrera y Aragosa. No hay pruebas, como comenta Vallina, de colectividades de carácter agrícola en toda la comarca.

Paul Preston analiza las causas de esta ferocidad en la represión de los pueblos ocupados por miembros de la Falange, con este comentario: «Los falangistas que ante los arbitrarios y terribles actos de represalia contra la población civil tenían problemas de conciencia, se alistaban voluntarios al frente, los que no tenían problemas de conciencia se quedaban en las ciudades simplemente para dedicarse a reprimir. Por eso los falangistas de las ciudades eran los más sanguinarios».

No cabe ya la menor duda de que la actuación del ejército franquista en Sigüenza fue desproporcionada, excesivamente cruel con la población civil y sus intereses, e incomprensiblemente represiva durante la postguerra, sobre todo porque en su mayoría eran monárquicos, católicos y afines a sus ideales.

Fue tan feroz, cruel y arbitraria la represión franquista (sin duda debida a la resistencia que opusieron los milicianos) que la historia posterior de nuestra ciudad ha quedado profundamente marcada y arrastró el trauma del enfrentamiento sin que hasta la fecha, casi setenta años después, se hayan aceptado los hechos y se haya hecho pública una valoración mínimamente objetiva e imparcial de los acontecimientos.

Los responsables políticos posteriores, en la medida de que estaban influenciados por el horror de la contienda, decidieron «congelar» la ciudad de acuerdo a la estructura social y económica «tradicional» que tuvo durante los años veinte. Es decir, evitar a cualquier precio su industrialización, o lo que es lo mismo, el proceso de evolución natural de talleres artesanos a pequeñas industrias familiares, que traerían obreros, a los que culpaban de causar todas sus desgracias. La influencia de la Iglesia local para frenar cualquier intento de industrialización fue evidente. Buena parte de la población culpó a la creación de la Casa del Pueblo –en un capítulo posterior se verá hasta que punto esta idea es sostenida también por la Iglesia local– de todos los males padecidos por la población durante la Guerra Civil, que se limitó a implementar las nuevas legislaciones laborales promulgadas por la República en lo referente a despidos improcedentes y a la obligación de contratar parados locales con prioridad a los foráneos, y ese mismo criterio permaneció hasta bien entrada la Transición. Por esta razón, Sigüenza se quedó postrada, como una especie de «ciudad fantasma», perdiendo la extraordinaria oportunidad que supuso la entrada en la Unión Europea y el río de inversiones para infraestructuras que llegaban a nuestra comunidad, quedando al margen de toda modernidad, anclada en el pasado sin un sentido claro de cuál podría ser su futuro, una vez perdida la oportunidad de su industrialización durante la década de los setenta y ochenta.

Por mucho que la nueva Corporación socialista se empeñe en «recuperar el tiempo perdido», las posibilidades de éxito son escasas, porque los fondos estructurales procedentes de Europa se están agotando y las necesarias inversiones para poner al día nuestras infraestructuras que puedan favorecer al posible empresario local representan un coste excesivo para las endeudadas arcas municipales, incapaces de equilibrar sus presupuestos debido a la escasez de sus ingresos. Pero sobre todo porque Sigüenza, debido a la importante pérdida de población sufrida durante los años setenta y ochenta, carece de la energía suficiente para este enorme esfuerzo, además, de la voluntad general y de la unidad de acción necesaria para ello.




Si reconocemos que este análisis puede ser aceptable y reivindicamos la memoria histórica de los hechos tal y como acaecieron y exhumamos las fosas comunes que todavía queden, deberíamos erigir un alegórico monumento por suscripción pública –para el que no faltan buenos artistas locales que lo pudieran crear– en memoria de «todas las víctimas», indistintamente del lado que estuvieran, y, de esta manera, al menos podremos cerrar este capítulo de nuestra historia que sigue de alguna manera abierto y pesando en nuestra memoria y conciencia colectiva, dejando así abierto un proceso de reflexión para reincorporar la ciudad al momento histórico actual, con el consiguiente nuevo dinamismo e interés, sobre todo ahora que la inmigración descontrolada ha «roto el maleficio histórico de la clase trabajadora», y tarde o temprano reivindicarán todos sus derechos propios de una sociedad moderna y laboralmente regulada.