1. Breve análisis del conflicto



Durante cuarenta años a los españoles se nos quiso convencer de que la Guerra Civil española fue una «guerra de religión y de valores». Nada más irreal, porque no existen las guerras de religión, sino que todas las guerras tienen invariablemente un trasfondo económico.

La esencia del conflicto fue la consecuencia de los traumáticos sucesos producidos en la población española, mayoritariamente agraria y analfabeta, durante los dos periodos republicanos, cuyos gobiernos se empeñaron en recuperar con la mayor rapidez posible el tiempo perdido, y situar a España al mismo nivel social y económico que los países europeos de su entorno.

Los cambios perseguían simplemente la creación de una clase media liberal y democrática, que era la base de todas las democracias europeas de su tiempo, a costa de reducir la pobreza de las clases humildes y disminuir los privilegios de las clases altas. Lo demás fueron los efectos de estas mismas causas. Pero ni la población, ricos y pobres, ni las instituciones seculares, respondieron al reto con actitud «dialogante», sino que se consideraron agredidos y reaccionaron con violencia e intolerancia.

La República no tenía otro medio para llevar a cabo las reformas que el derivado del «parlamentarismo», siempre respetando los logros sociales y políticos propios del Estado de Derecho (de la misma forma que ahora la lucha antiterrorista tiene que hacerse respetando el Estado de Derecho), por eso no estaba dotada, ni del ejército, ni de los efectivos policiales adecuados para «reprimir» a los alborotadores y descontentos. Por tanto, la primera vez que se empleó con auténtica dureza, durante la represión de las huelgas revolucionarias de 1934, sembró el germen de su autodestrucción. Tal vez transgredió lo tolerable para un régimen democrático y de Derecho, y dio alas y argumentos a los revolucionarios y a los militares para que entre los dos acabaran con ella.

Durante las huelgas revolucionarias de 1934, no sólo se frustraron las esperanzas de cambios profundos y radicales de las clases más empobrecidas, representadas fundamentalmente por las organizaciones anarco-sindicalistas, sino que molestó profundamente al Ejército, que representaba a las oligarquías terratenientes, grandes industriales y financieros, y a la propia Iglesia Católica, sin duda afectada por las leyes de la República que simplemente perseguían la separación real y objetiva de la Iglesia y del Estado, y especialmente al general Franco, encargado por la propia República de la sangrienta represión de los mineros en Asturias.

Durante el crítico periodo entre la victoria del Frente Popular y la sublevación militar, las provocaciones de los derrotados fueron constantes y con métodos prepotentes, ya que gozaban prácticamente de total impunidad. Hay que tener en cuenta que las clases acomodadas contaban con vehículos y cuantas armas desearan, con las que hacían razias diarias por los barrios populares de las grandes ciudades, disparando contra las ventanas de los sindicatos, donde raro era el día en que no se produjeran heridos o incluso muertos.

Ante estas constantes provocaciones, las clases obreras solo disponían de un arma legal para defenderse: la huelga general revolucionaria, cansados ya de la inoperancia del Gobierno para terminar con las provocaciones. No es preciso recordar que los enfrentamientos en Sigüenza tuvieron su origen en una de estas provocaciones y que el asesinato en Madrid del diputado monárquico José Calvo Sotelo fue la consecuencia directa del asesinato de un capitán de la Guardia de Asalto, José Castillo, unos días antes. Por tanto, las condiciones para un golpe de Estado, militar o revolucionario a través de una huelga general revolucionaria, estaban creadas, pero Franco se adelantó.

Para colmo, y para desgracia de la frágil República, como consecuencia del desplome económico de 1929 se estaba produciendo la derrota de las democracias centroeuropeas, en las que se deseaba reflejar y apoyar, con la ascensión del fascismo en Alemania e Italia y el triunfo de la «línea dura» de Stalin en la nueva Rusia comunista, que eran las dos caras de una misma moneda.

Para comprender cuáles eran las intenciones reales de la República, lo mejor es analizar el desarrollo de la sociedad española a partir de la Transición que, sin duda, retoma el «espíritu republicano» sin utilizar elemento alguno del periodo franquista.

La «revolución burguesa» que preconizaba la República se realiza a partir de 1975 en apenas una generación, y puesto que el proceso es tan rápido, podemos hablar de tres revoluciones favorecidas por un cúmulo de circunstancias, que no se dieron en los años 30:

– La revolución política, que en mi opinión propició Adolfo Suárez, quién valientemente legalizó todos los partidos políticos, incluido el comunista, enterrando la política del «Movimiento» y recuperando la pluridad política de la República.

– La revolución legislativa, que aunque ya se había iniciado con Suárez, correspondió al periodo de gobierno de Felipe González, llevar a cabo una ingente labor legislativa, que renueva los fundamentos del nuevo Estado de Derecho de acuerdo una vez más con las intenciones de la República, derogando las leyes promulgadas por el franquismo.

– La revolución económica, que no hay duda fue impulsada por los diversos gobiernos de José María Aznar, gracias a que el «terreno» estaba listo y abonado para ello, quien, además, termina con los monopolios de la era franquista y los restos de autarquía económica que pudieran quedar, consolidando la capacidad adquisitiva propia de la clase media, a lo que aspiraba la República.

Por tanto, los frutos de la Transición son el regalo que el «espíritu republicano» le hace a la nueva monarquía y que, afortunadamente, valora, aprovecha y respeta. Muchos españoles opinan no sin cierto sentido del humor, pero también con cierto fundamento, que el Rey Juan Carlos es el mayor republicano de nuestro país.

La llegada de los socialistas nuevamente al poder, en condiciones sin duda extraordinarias, resulta no obstante providencial, ya que pone fin a los excesos del neoliberalismo que propició la revolución económica de Aznar, y seguramente tratará de que se restablezca el equilibrio entre los factores fundamentales que configuran una sociedad equilibrada: el político, el legislativo y el económico.

España estaba cayendo en una peligrosa tendencia a dar prioridad al nepotismo del dinero, sobre todo porque al ser una revolución tan precipitada, no se estaban consolidando los tres valores fundamentales propios de la clase media histórica en Europa: la ilustración humanística en contra de la especialización profesional; la responsabilidad compartida en contra de la represión policial, para el ejercicio del gobierno, y la cultura democrática para comprender la importancia del respeto hacia el opositor y vigilar su pureza y autenticidad.




Pero volviendo al análisis de los acontecimientos que originan la Guerra Civil española, los grandes capitales de la época, como el de Juan March y la propia familia real en el exilio –que apoyaron financieramente a Franco desde Portugal durante los primeros meses de la guerra–, sin duda temían que era inevitable una nueva y más violenta huelga general revolucionaria, de imprevisibles resultados, y debieron tantear a militares represaliados como Mola, Sanjurjo o al joven general Franco, para proponerles dar un golpe de Estado. Franco, que en un principio se negó rotundamente a participar es este complot, debió considerarlo más adelante y una vez que comprendió que con él o sin él, Sanjurjo y Mola darían el golpe. Dado el desorden e indisciplina dentro del propio Ejército y contando con fuerzas leales y bien entrenadas como la Legión, creada por Millán Astrai, pero en la que Franco tenía gran ascendencia, y formada en su mayoría por marroquíes rifeños procedentes de nuestro protectorado y de los estratos más pobres –una de las prácticas habituales de esta tropa era arrancar dientes de oro de sus víctimas y hacerlos llegar a sus familiares como si se tratara de remesas de inmigrantes–, así como prófugos de la justicia, Franco debió considerar que le resultaría fácil dar un rápido golpe de Estado, disolver los partidos políticos y las organizaciones sindicales, disolver las Cortes, censurar los medios de comunicación, para, finalmente, y una vez restablecida la «disciplina», nombrar un gobierno «fuerte» y de «unidad nacional», sin que al principio tuviera una idea de cómo podría ser este gobierno.

En mi opinión, como militar y apolítico, detestaba por igual a socialistas como a falangistas, anarquistas como a carlistas, marxistas o capitalistas. En definitiva, podríamos decir que «Franco era un hombre de disciplina», simple y sin complicaciones.




Cuando se produce el alzamiento, la violencia desatada catalizaría al menos nueve movimientos enfrentados entre sí, lo que se traduce en varias guerras internas dentro de la Guerra Civil:




1. El ejercito de Franco contra el de la República: Primera fase del conflicto y el que deseaba el propio Franco.

2. Falangistas contra socialistas: En busca de las clases medias, muy próximos en sus postulados básicos, pero enconados por el nacionalismo de unos y el internacionalismo de los otros, además de sus posturas con respecto a los valores tradicionales y la religión.

3. Marxistas contra requetés: O lo que es lo mismo, ateos contra católicos fundamentalistas.

4. Anarquistas contra la República: En revancha por la represión de 1934, y a la que consideraban «burguesa».

5. Requetés contra franquistas: En defensa de sus fueros y la reinstauración de la rama borbónica de Carlos, y que Franco nunca reconoció.

6. Franquistas contra falangistas «auténticos»: Franco abandonó y encarceló a sus líderes, y dejó a su suerte a José Antonio y a otros destacados falangistas, rivales molestos, y fusionó hábilmente a estos con los intransigentes requetés en la FET y las JONS, poniendo fin a sus disputas.

7. Brigadas Internacionales contra nazis alemanes y fascistas italianos, como preludio de la Segunda Guerra Mundial

8. Anarco-sindicalistas de la CNT-FAI contra los sindicalistas socialistas de la UGT.

9. El Partido Comunista (PC) afín a las tesis de Stalin contra el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), que apoyaba las tesis troskistas.

En estas confusas circunstancias, sólo el general Franco, por su talante castrense, frío, metódico e intuitivo, tuvo la habilidad de mantener unido su frente bélico, en tanto que en el lado republicano, fue imposible la unidad de acción, llegando incluso a enfrentamientos violentos entre sí, sobre todo en Cataluña.

El propio Franco evolucionó desde una postura apolítica como «hombre de disciplina y de unidad nacional», a otra someramente política, cuando comprendió que podía ganar la guerra, fusionando el pensamiento social y nacionalista de los falangistas con el moral y religioso de los carlistas, ofreciéndoles participar en un primer Gobierno, pero sin transigir a ninguna de sus verdaderas reivindicaciones, como eran la instauración de un fascismo al estilo italiano de los falangistas y la reinstauración en el trono de la rama borbónica de Carlos, con los consiguientes fueros para Navarra, de los requetés. Las oportunas muertes del general Mola en una accidente aéreo y del general Sanjurjo en los primeros días del alzamiento, le facilitaron el acceso incuestionable y dictatorial a la jefatura del Estado.

Tan sólo la firmeza de su régimen, gracias a una brutal depuración sistemática (tanto de la izquierda como de la derecha hostil), y dentro de un Estado policial y militarizado, le permitió mantener hasta la década de los años sesenta un régimen con esa mezcolanza de ideologías, que podía resumirse en un nacional-socialismo católico y tradicional, fundamentado sobre el Ejército, y que tuvo que mantener firmemente hasta el mismo día de su muerte. La reinstauración de la Monarquía (o más bien «instauración») aceptada a regañadientes por los progresistas tras la muerte del Franco, no probaba otra cosa que su régimen usurpó durante 40 años la legalidad institucional en nuestro país. En rigor, tras la muerte de Franco debería de haberse constituido un proceso de negociaciones hasta la proclamación de la III República, tal y como había sucedido en Francia tras la dominación napoleónica. Sin duda el «23 F» salvó al Rey de las dudas de los republicanos y le legitimó como jefe del Estado.