4. Represión religiosa y civil




Las persecuciones a la Iglesia católica no empiezan con el marxismo. Aparte de las «luchas de religión», es decir, de las religiones entre sí, la represión contra la Iglesia católica se inicia a partir de la Revolución francesa, cuando se quiere hacer efectiva la separación entre la Iglesia y el Estado, en un intento de desvincular a la primera de su histórica alianza con la nobleza y, más tarde, con la burguesía y los terratenientes. La razón está en los cambios culturales y sociales producidos por la Ilustración y la declaración de los Derechos del Hombre de la Revolución Francesa, por los que resulta intolerable la visión paternalista de la sociedad estamentaria feudal, en que la suerte de los «plebeyos» depende de la «bondad» y «paternalismo» de los «señores» (muchos de ellos obispos, como el caso de Sigüenza), o del explotador para con el explotado, sin que puedan existir fundamentos legales que regulen con justicia y equidad estas relaciones. Aún antes de la Revolución Francesa, ya Herodoto narra la destrucción de templos por los pueblos invasores, es decir, las diversas religiones siempre han estado de alguna manera directamente vinculadas al poder terrenal, por cuya causa han sido objeto de constantes persecuciones.

Después de la Revolución Francesa, los profundos cambios sociales se reflejan en constantes conflictos sociales de carácter revolucionario, se fundamentarán en la justicia social y, una vez más, exigían la separación efectiva y real de la Iglesia y el Estado, apartando a la primera de todo poder político real o inducido en la propia sociedad.

La radicalidad y brutalidad de los medios para conseguirlo dependerían de la situación cultural del pueblo que las practica y de la irracionalidad o dogmatismo de la iglesia perseguida. No olvidemos que los fundamentos de las revoluciones sociales se basan siempre en la razón contra el dogmatismo, introducidos por el pensamiento de la Ilustración. Cuanto más obstinadas son las iglesias para aceptar esta necesaria separación (boicot de la educación, el derecho a la libertad de culto, el matrimonio civil, el divorcio, el aborto o incluso la eutanasia, la pérdida de sus privilegios fiscales, etc.) más violenta es la reacción del pueblo que lleva a cabo la revolución.

En cuanto a la profanación de imágenes, muchas religiones de pueblos que podemos considerar «civilizados» no rinden culto a las imágenes, ni le conceden valor simbólico alguno, por lo que no debe de extrañarnos que éstas hayan sido, a su vez, objeto de escarnio.

Por último, no nos olvidemos de que las religiones que más profusión de símbolos y ritos utilizan son precisamente aquellas cuya base social es más inculta o analfabeta. La «puesta en escena» de la religión es una forma de hacer llegar el mensaje bíblico a personas incapaces de leerlo por ellos mismos en sus libros sagrados, como sucede en la religión protestante, que como todos sabemos, utilizó la Biblia como verdadera «cartilla escolar» para enseñar a leer y escribir a sus niños, lo que no ocurriría en el ámbito social de la Iglesia católica. Y ésta es una de las razones del mayor avance cultural y económico de las sociedades de mayoría religiosa protestante.




Sería inadecuado en un trabajo cuya única intención es establecer los hechos para la recuperación de la memoria histórica de la Guerra Civil en nuestra ciudad, decir que las ejecuciones de personas implicadas en la sublevación contra la legalidad vigente eran más justificadas, una vez declarado el estado de guerra, que aquellas producidas por las fuerzas sublevadas contra los defensores de esa misma legalidad, porque todas las ejecuciones son injustificadas. Pero es evidente que durante más de sesenta años se ha investigado, sobre todo por parte de nuestra Diócesis, sólo los nombres, apellidos y circunstancias de las «víctimas de los rojos» y prácticamente no se ha publicado nada de las de los «sublevados», incluida la población civil como consecuencia de acciones de guerra, y tras la toma de Sigüenza.

En cuanto a las víctimas de los milicianos, disponemos de una amplia relación en el libro de Aurelio de Federico, también en el de Felipe-Gil Peces Rata o en el del propio Sánchez Rueda. Incluso llama la atención que en el libro de Aurelio de Federico, supuestamente dedicado a la comunidad religiosa, se incluyan víctimas civiles pertenecientes a la guardia civil de aquel tiempo, cuando muchos de su miembros se hicieron tristemente famosos por su extrema crueldad.

Según esta publicación el total de sacerdotes ejecutados en Sigüenza y sus pedanías desde el 25 de julio al 8 de octubre es de 18, incluidos el deán de la Catedral en La Cabrera y el obispo Nieto en Estriégana. Según el libro de Felipe-Gil Peces, los ejecutados en el termino municipal de Sigüenza, y bajo la influencia de la comandancia de esta ciudad, sólo son 14.

Gran parte de las «causas penales» abiertas contra los sacerdotes tuvieron su origen en su actitud personal ante los ocupantes, poseídos por un «irracional miedo a ser fusilados sin acusación, por el simple hecho de ser sacerdotes». En su intento desesperado de huir provocaban las sospechas sobre ellos mismos. Muchos sacerdotes, que por la razón que fuera se vieron obligados a permanecer en la ciudad, fueron respetados, como el caso del sacerdote Galo Badiola, –o más propiamente dicho, el hijo de Galo Badiola–, que llegaría a jugar partidas de cartas confraternizando con los milicianos de la guardia de Martínez de Aragón. Los relatos intencionadamente exagerados y la omisión de los casos en que sacerdotes sobrevivieron en las zonas ocupadas por las milicias, han deformado la situación real. El miedo es libre e incontrolable, y probablemente en los primeros días de la ocupación de Sigüenza por parte de los radicales milicianos anarquistas y comunistas de la CNT-FAI y de «la Pasionaria», provocaría el pánico entre ellos, por las reiteradas arbitrariedades y excesos cometidos contra sus miembros por estos milicianos, pero no nos olvidemos de que la totalidad de las monjas desalojadas de los conventos de las Ursulinas y las Franciscanas salvaron sus vidas, a pesar de que muchos seguntinos les negaron sus casas, y buena parte de ellas tuvieron que alojarse en casas de huéspedes sin ninguna clase de protección.

En cuanto a los civiles vinculados a los sublevados o a la Iglesia son 19, incluidos dos guardias civiles. Agustín de Grandes fue ejecutado en la prisión provincial de Guadalajara y Román Pascual en el término de Jodra del Pinar.

La desproporción entre estos y las víctimas directas o indirectas provocadas por los sublevados, sin que hasta ahora se hayan considerado como «víctimas inocentes», reivindicando su derecho a figurar junto con las de los «vencedores», es trágicamente evidente, tanto durante el asedio como después de ocupar Sigüenza. Sólo como consecuencia de los bombardeos masivos e indiscriminados, tanto de la artillería como de la aviación, podemos dar como válidas alrededor de 200 víctimas mortales además de otros tantos heridos por derrumbes o metralla, entre las que hay que incluir los 15 niños huérfanos del hospital y hospicio de San Mateo, las monjas responsables y enfermeras. Es perfectamente aceptable que entre un 30 y un 35 por ciento de las casas de Sigüenza, sobre todo de las Travesañas que era la zona más poblada de la ciudad en aquella época, fueron afectadas.

Es probable que, además de las víctimas de los bombardeos, el número de ejecuciones por las «sacas» y los «paseos» de seguntinos, milicianos y refugiados de los pueblos de las pedanías que iban siendo sometidos tras su ocupación por los sublevados, pudieron ascender a 300, desglosados de esta forma:

– Un grupo de unas 30 personas alojadas en la posada de San Mateo, en la calle de San Roque, que fueron fusilados en el lugar donde se instalaba la antigua plaza de toros, en la parte trasera del antiguo Banco de Aragón, junto a la antigua fábrica de Alfombras, y que fueron enterrados allí mismo en una fosa común. El lugar fue removido durante los años 80 para la construcción de un nuevo edificio y arrojados sus restos junto con los escombros en un lugar desconocido.

– Todos los heridos y enfermos que se encontraban en el hospital de la Cruz Roja instalado en el Palacio de los Infantes, unos 100, incluido algún seguntino, y que a pesar de su estado, fueron conducidos al patio de la Ursulinas, fusilados y enterrados allí mismo en una fosa común.

– Un número impreciso de ejecuciones descontroladas por algunos seguntinos implicados en la sublevación, que podríamos cifrar en al menos entre 50 y 60 personas, enterrados en la antigua fábrica de harinas, huertos o cerros cercanos.

– De los cerca de 500 milicianos que había en la Catedral, además de alrededor de un centenar de los civiles que se habían refugiado allí contra los bombardeos, entre los que se encontraban mujeres y niños, familiares de estos o refugiados venidos de los pueblos y que fueron fichados en el cine Capitol por falangistas locales y transportados en camiones a Soria y algunos posteriormente a Burgos, sólo algo más de la mitad de los hombres con capacidad para realizar trabajos forzados se salvaron, el resto fueron fusilados y enterrados en fosas comunes. Entre los fusilados podemos afirmar por testigos presenciales que se encontraban varias mujeres y dos niños de entre 13 y 14 años. Algunos de ellos fueron fusilados y enterrados en una fosa común el mismo día de su detención, junto a una fuente que todavía existe, en la carretera de Soria, a pocos metros del desvío hacia la fuente del Séñigo.

Nada se ha dicho en todos estos años de la identidad de estas víctimas de la represión franquista. Tampoco la Iglesia local ha hecho ningún esfuerzo para investigarlo. Sin embargo, recuperar las listas de los fusilados (si es que existen, al igual que las imágenes) sería un gesto de humanidad hacia sus familiares para que al menos se pudiera establecer su identidad y saber dónde se podrían encontrar sus restos.

Para colmo, si los socialistas locales desearan aprovechar el 2006, setenta aniversario del asesinato de su compañero Francisco Gonzalo, para rendirle homenaje, tendrían que acudir al «huesario» del cementerio, porque en los años sesenta el sepulturero de turno no tuvo el menor pudor en profanar su tumba, no sabemos si por iniciativa propia o por indicación de los responsables eclesiásticos del cementerio, que se encontraba apenas a unos metros de la de sus asesinos, que siguen en su sitio, y arrojar sus despojos al huesario, enterrando a otro en ese lugar.

Por tanto, podemos establecer fácilmente y sin temor a equivocarnos que mientras las víctimas de los milicianos republicanos fueron alrededor de 50 (aun cuando en la ermita del Humilladero hay registrados 73, algunas de estas víctimas no pueden ser achacadas a ejecuciones por causa de juicios «revolucionarios» o a «paseos», sino como consecuencias de acciones de guerra), y las de los sublevados podrían establecerse al menos en unas 500, siendo sin duda muy generosos en nuestra apreciación.

Por si los testimonios y nuestros cálculos no son aceptables, aún podemos remitirnos al primer decreto publicado por la comandancia de los sublevados. Entre otras cosas el segundo apartado ordenaba que: «Por cada patriota caído fusilaremos diez enemigos de la Patria»; es decir, que según nuestros cálculos, cumplieron al pie de la letra este primer decreto.

Muchos seguntinos fueron conducidos al paredón sin mediar ni una simple o rebuscada acusación. Existen tristes anécdotas relatadas por testigos presenciales que prueban la arbitrariedad de las ejecuciones y el desprecio de los militares sublevados por la población civil, como el caso de un muchacho de apenas 14 años que al pasar junto a las obras de desescombro de la Catedral reconoció entre los prisioneros a un familiar y se interesó por su «salud», con tan mala pata que algún oficial sublevado que vigilaba los presos consideró que le había saludo con el habitual «Salud, camarada» de los comunistas, por lo que sin duda debía ser un «rojo» y, en efecto, fue fusilado. ¿Intercedió la Iglesia ante la comandancia para salvar las vidas de estos seguntinos sin acusación concreta? Más bien los indicios indican que «colaboraron», aún cuando sabemos de casos en que por razones de familia, amistad personal o por haber hecho algún servicio a la Iglesia, pudieron salvar su vida. Pero por los escritos de la época podemos deducir que los capellanes militares de los tercios requetés no debieron ser, sin duda, muy compasivos y debieron influir en la Iglesia local, muy resentida por las profanaciones y las ejecuciones del obispo, del deán y de algunos de sus sacerdotes.